Según el Canon Real de Turín, los "Sms Hr" gobernaron Egipto durante seis mil años, entre el reinado de los dioses y los primeros faraones.1 Algunos autores traducen como compañeros de Horus, seres semidivinos con grandes conocimientos astronómicos que legaron a los sacerdotes y faraones.
Olvidados al comienzo de los tiempos y considerados por los investigadores como producto de la imaginación de pueblos primitivos, algunos dioses reclaman hoy su autenticidad. Lejos de ser un producto fantástico, los Shemsu Hor de Egipto pudieron haber gobernado este país hace miles de años para sorpresa de muchos académicos.
Las cronologías de muchos pueblos antiguos entre los que destacan los mesopotámicos o los egipcios, hablan de la presencia de entidades que desempeñaron el papel de gobernantes en tiempos muy antiguos. Siempre que un historiador moderno se enfrenta a la referencia de alguna de estas entidades sobre un viejo manuscrito, suele relacionarlo con las llamadas cronologías mitológicas. Como sucede en Mesopotamia, los sumerios confeccionaron a partir de un estudio detallado de los movimientos del Sol, la Luna y la Tierra, grandes tablas cósmicas en las que se anunciaban con absoluta precisión la llegada de eclipses.
De igual manera, a la vez que podían predecir, los cálculos matemáticos de los sumerios también les permitieron precisar la existencia de eclipses sucedidos hace ya miles de años, de los que ni la más romántica arqueología les puede hacer testigos directos.
En Egipto sucedió algo similar, y en esos momentos primitivos de la historia de su pueblo, los habitantes del Valle del Nilo interpretaron o dedujeron la presencia de unos seres, a primera vista míticos, que gobernaron su país en época de esplendor: los Shemsu Hor o Seguidores de Horus.
En la tierra del Caos
Son varios los textos que nosotros poseemos para poder hablar de la existencia de estos misteriosos personajes en los albores de la Historia de Egipto. En primer lugar, nos basamos en el papiro delurín, un documento fechado en la dinastía XVIII* (1400 a. C.) en el que se nos ofrece una relación de todos y cada uno de los reyes que gobernaron el Valle del Nilo desde el comienzo de los tiempos. En este documento de extraordinario valor arqueológico se nos habla de los Shemsu Hor, una especie de manes o héroes que gobernaron Egipto durante seis milenios, inmediatamente después del advenimiento de los dioses, y poco antes de los primeros faraones.
Pero no solamente el Canon Real nos habla de estos insólitos personajes. En época tolemaica, el grecoegipcio Manetón, que fue sumo sacerdote durante el reinado del faraón Ptolomeo II Filadelfo (240 a. C.) recibió de éste el mandato de escribir una Historia de Egipto. Poco es lo que conservamos de su obra que recogía la historia de esta fascinante civilización desde sus orígenes hasta la llegada de Alejandro Magno y tras él, la dinastía de los ptolomeos. De su libro apenas se han conservado unos breves fragmentos transmitidos por recopiladores posteriores de época romana.
En el texto original de Manetón aparecían todos los reyes y años de reinado de los faraones antecesores del propio Ptolomeo Filadelfo. Sin embargo, para el caso que nos interesa, en los fragmentos recogidos por Eusebio, Manetón hace referencia a los semidioses que gobernaron después de los primeros dioses, entre ellos el propio Horus. Si bien el sacerdote grecoegipcio no hace referencia tácita a los Shemsu Hor, el período del reinado, 6.000 años, y el puesto en la lista real de estos semidioses, parecen identificarlos con ellos.
Estos seres aparentemente míticos habrían pasado desapercibidos para muchos investigadores si no hubieran sido rescatados del olvido por las nuevas cronologías acuñadas en el seno de la Egiptología y que parecen retrasar varios siglos el comienzo de la historia de esta civilización. ¿Fueron los Shemsu Hor los verdaderos constructores de las pirámides cuya datación se puede retrasar varios siglos?
Vuelta a los orígenes:
El problema no es una cuestión baladí. Para muchos egiptólogos la imagen del dios Osiris está basada seguramente en una figura real, quizá identificada con uno de los primeros grandes reyes de la Historia de Egipto en el IV Milenio a. C.
Posiblemente este dios, ya no tan mítico, debió gobernar en alguna localidad del sur de Egipto, cerca de Abydos, ciudad que en los siglos sucesivos se convirtió en el centro nacional de adoración de este dios.
Precisamente el hijo de esta divinidad, Horus, el dios con cabeza de halcón, está ligado a la figura de su padre por el célebre relato de la muerte de Osiris a manos de su envidioso hermano Set. Además, cuenta la leyenda, que a la hora de vengar la muerte de su padre, Horus recibió ayuda de unos misteriosos seguidores, los Shemsu Hor, que fueron una baza importante en el desarrollo de la batalla final. En uno de los relieves de la galería que rodea al templo de Horus en Edfu, aparecen aquellos en una de las pocas representaciones que de estos seres se conservan en Egipto.
¿Debemos interpretar estas afirmaciones como narraciones míticas que nunca fueron ciertas, o son realmente la constatación histórica de que
Egipto fue fundado y habitado por una civilización, hoy ignorada, miles de años antes de lo que afirman las cronologías más ortodoxas?.
El problema del año 10000:
Como vemos, son numerosos los interrogantes que salen al paso en el momento en que nos adentramos en las brumas del origen de la civilización egipcia. Si realizamos una pequeña suma con la duración de los reinados de los sucesores de los Shemsu Hor, podremos llegar a la conclusión de que, de haber existido, esta especie de semidioses tendrían que haber gobernado la Tierra en algún momento alrededor del año 10000 a. C. Según las crónicas egipcias, al comienzo de los tiempos la realeza pasó de uno a otro en sucesión ininterrumpida a lo largo de 13.900 años. Algunos autores antiguos, como el ya mencionado Eusebio, creían que tal desmesurado numero de años se debía a que los egipcios llamaban año a lo que el resto de los mortales denominaban mes lunar, Sin embargo, esta interpretación que no se fundamente en absolutamente ningún argumento, no tiene ningún sentido.
Según estas antiguas fuentes, después de los dioses, los héroes reinaron 1.255 años, dando paso a otra línea de reyes que gobernó durante 1.817 años.
Más tarde gobernaron una treintena de reyes más, procedentes de Menfis, que ocuparon el trono durante 1.790 años. Seguidamente reinaron diez reyes de la ciudad de Tis durante 350 años, y después de éstos llegaron los Shemsu Hor, llamados en las crónicas como manes y héroes, que durante 5.813 años reinaron sobre el Valle del Nilo. Finalmente, llegó al trono de Egipto el primer rey dinástico, de nombre Menes y que gobernó el Valle del Nilo desde el año 3100 a. C.
En total, estás cronologías suman 11.025 años, que a la vista de los investigadores modernos parecen algo increíble.
A decir verdad, no existe ni una sola prueba arqueológica que remita a los egiptólogos a probar la existencia de una civilización desarrollada en los albores del décimo milenio antes de nuestra Era, precisamente el mismo momento en que muchos románticos han visto la existencia de la Atlántida de Platón. Por ello, cabe preguntar qué era realmente los que gobernaban los Shemsu Hor en una época tan temprana de la Historia del Hombre.
Ya hemos esbozado en varias ocasiones en las páginas de esta revista la existencia de algunas pruebas astroarqueológicas que pueden retrasar la cronología del antiguo Egipto a momentos que muchos investigadores calificarían de míticos. A la teoría de Orión de Robert Bauval (Enigmas, Año V, núm. 12) y la nueva cronología de la Esfinge (Enigmas, Año V, núm. 6) habría que añadir algunos capítulos nuevos que señalan fríamente el año 10000 a. C. Éste es el caso del zodíaco del templo de la diosa Hathor en Dendera, cuyos 2,5 m de diámetro decoraban el techo del pórtico de una de las capillas dedicadas a Osiris, en el lado oriental del templo. Conservado en la actualidad en el museo parisino del Louvre, cualquier aficionado a la Astronomía puede comprobar cómo la colocación de los signos zodiacales está desarrollada de tal manera que el signo correspondiente a la constelación de Leo es el primero en aparecer, grupo de estrellas que primaba en el horizonte de Egipto precisamente en el año 10000 a. O.
Sin embargo, ninguna de estas teorías arqueoastronómicas demuestra con claridad que en esa época tan temprana existiera sobre el Valle del Nilo una civilización desarrollada, tal y como muchos han querido ver. Pero es desde este punto de vista, del mismo que ofrecen este tipo de pruebas estelares, desde donde debemos lanzar una reflexión, esbozada ya por algunos investigadores como Robert Bauval. Si no existió ninguna cultura capaz de construir grandes monumentos en el año 10000 a.C ., pero muchos de éstos giran en torno a esta mítica fecha, ¿qué es lo que incitó a los antiguos egipcios a reordenar sus construcciones reflejando vínculos estelares con este momento de la antigüedad? En definitiva, ¿qué sucedió alrededor del año 10.000 a. C. para que los egipcios miles de años después, rememoraran ese momento dejando constancia de ello para la eternidad?
Sabios de corte iniciático.
Contradiciendo las teorías académicas en donde se defiende que el término Shemsu Hor no es más que la designación dada a una serie de reyes míticos que vivieron en un pasado lejano también mítico, existe una tendencia que pretende otorgar a los seguidores de Horus un papel más importante de lo que se había pensado hasta ahora. Autores como Robert Bauval o Graham Hancock, no solamente piensan que los Shemsu Hor existieron, sino que además fueron los portadores de una sabiduría iniciática que durante siglos se mantuvo en el más absoluto de los secretos.
Bauval y Hancock defienden que gracias a este selecto grupo de sabios, los antiguos egipcios pudieron erigir grandes construcciones para las que se requería una talla tal en conocimientos de tipo astronómico o matemático, que resultan imposibles de encontrar en una civilización aparentemente primitiva como lo era la egipcia del 2500 a. C., fecha en la que supuestamente se levantaron las grandes pirámides. Según estos dos autores, a la hora de edificar monumentos gigantescos como los de la meseta de Gizeh, “entre bastidores trabajaron hombres y mujeres serios e inteligentes”, sin cuya ayuda hubiera sido imposible la consecución de logros arquitectónicos de tal calibre, es decir, los Shemsu Hor.
El deseo de los Seguidores de Horus, añaden Bauval y Hancock, era alcanzar la conquista de un gran proyecto cósmico que durante los siglos venideros sirviera de acicate a generaciones y generaciones de egipcios hasta su total consumación. Este proyecto no sería otro que el gigantesco plan cósmico que supone la construcción sobre el Valle del Nilo de una réplica en piedra de la constelación de Orión, grupo de estrellas que estaba identificado con el dios Osiris; precisamente la divinidad para la cual los Shemsu Hor se unieron a su señor Horus con el fin de vengar su muerte.
Al parecer, este plan se consumó; no sabemos sin con éxito o no, pero lo que nadie puede dudar es que, después de la llamada Era de las Pirámides, que en la Historia de Egipto ocupa una horquilla de tiempo que más o menos se extiende desde el 2600 hasta el 2000 a. O., desaparecieron del panorama arquitectónico todas aquellas construcciones que requerían una serie de conocimientos astronómicos y matemáticos extraordinarios.
En definitiva, desaparecieron los Shemsu Hor como herederos y legadores de un saber iniciático que había sido guardado con celo desde el alba del tiempo y que solamente fue empleado para honrar a los dioses con monumentos extraordinarios.
Como en una especie de juego de locos, e tiempo y el espacio se diluyen en una extraña esencia cada vez que nos adentramos en el estudio del origen de la civilización egipcia Qué duda cabe de que, existieran o no los Shemsu Hor, una vez comprendido el papel de esta extraña clase de héroes, no habríamos hecho más que colocar una diminuta pieza del gigantesco puzzle que comprende e verdadero sentido de esta fascinante civilización.
Los Shemsu Hor pudieron ser, según escribió en 1894 el célebre egiptólogo francés Gastón Maspero, quienes edificaron realmente la Esfinge, empleando en ello todo su conocimiento y sabiduría. Y no en vano. De los Shemsu Hor ya hablan los textos geroglíficos más antiguos de los que se dispone. Inscripciones en pirámides de la V dinastía en Sakkara se refieren a ellos, indistintamente como “los brillantes” o “los resplandecientes”.
Curiosamente se trata del mismo apelativo que recibieron los Elohim bíblicos -Yahvé era, según algunas modernas traducciones de la Biblia, sólo uno de estos seres, el líder-, ya que la partícula “el” puede traducir ese vocablo hebreo, precisamente como “los resplandecientes”.
Tanto si se trata o no de los mismos seres, de los Shemsu Hor, los egipcios decían que conocían el hierro (un metal divinizado en la época).Luces sobre los cielos de Amón.
Es frecuente que a la hora de traducir un texto jeroglífico en donde se alude a una circunstancia totalmente extraña a la naturaleza egipcia, nos encontremos con que el escriba no ha sabido cómo describir un objeto o situación, y haya acabado optando por utilizar los sinónimos que a él le parecieron más oportunos. Lo limitados que pueden resultar los campos semánticos en una lengua antigua a la hora de escribir sobre aviación, mecánica, navegación, a fin de cuentas, cualquier clase de tecnología, obligó a los escribas egipcios a utilizar términos ambiguos como "estrella", "sol", "refulgente", etcétera, que, fuera de su contexto natural, no hacen otra cosa que despistar al investigador moderno.
Únicamente buceando en la posible interpretación de algunas fuentes originales, y con traducciones de primera mano podemos vislumbrar varias hipótesis interesantes que describen la presencia de objetos extraños en los cielos faraónicos.
Si OVNI significa objeto volador no identificado, los cielos del antiguo Egipto fueron surcados por multitud de estos objetos, tal y como nos lo demuestran los propios textos.La única copia conservada del famoso cuento del Náufrago fue descubierta por un egiptólogo ruso en el Museo Imperial de San Petesburgo. Al igual que sucede con infinidad de documentos y piezas de este museo, nada se sabe de cómo pudo haber llegado hasta allí. Expuesto actualmente en el Museo de Moscú, El cuento del náufrago (Papiro Leningrado 1115) fechado hacia el 2000 a. C., es quizá la obra más emblemática de toda la literatura en egipcio medio. En apenas ciento noventa líneas, el escriba relata de una manera fresca y amena las aventuras de un hombre que tras ser el único superviviente de un naufragio producido por una gran tormenta, es llevado por las olas a una misteriosa isla repleta de todo tipo de riquezas. En ella reinaba una serpiente de dimensiones descomunales —más de 15 metros, según cuenta el propio náufrago—.
La descripción de este gigantesco reptil ya es sintomática para el problema que nos atañe: toda ella refulgía como el mismo oro y sus cejas eran de auténtico lapislázuli.
Con todo, la parte que nos interesa es aquella en la que la serpiente cuenta al náufrago la trágica historia de cómo todos los miembros de su familia perecieron tras una fatídica catástrofe. Según la serpiente, el luctuoso suceso se produjo a causa de un incendio provocado por la colisión de "una estrella" que vino desde el cielo. Literalmente las líneas 129-130 de la copia del cuento del náufrago de Moscú dicen: "aja seba jau", "entonces, una estrella cayó"...La gran mayoría de los egiptólogos que han trabajado este documento, señalan que la estrella mencionada en el cuento es un meteorito. Posiblemente, debido a la falta de un término concreto en la lengua egipcia que definiera la imagen de un meteorito o quizá pensando el escriba que realmente este objeto no era más que una simple "estrella que cayó del cielo", acabó decantándose por el término sb3 (seba) "estrella", para denominar tan singular llamada de atención de los dioses.Es interesante reseñar que los dos últimos ideogramas, identificados con una estrella de cinco puntas y el disco solar, son los utilizados en escritura jeroglífica para indicar que una palabra pertenece al mismo campo semántico que todas aquellas que hacen alusión a algún concepto o fenómeno astronómico. La serpiente, por su parte, ha sido interpretada como una alegoría del dios solar Ra. Su aspecto dorado, el hecho de que en su familia fueran setenta y cinco miembros, coincidiendo con los setenta y cinco nombres que tenía este dios y otros supuestos paralelismos, parecen relacionar la presencia del náufrago en la isla con una representación figurada del paso del hombre al Más Allá.
No obstante, parece un poco incoherente para la mentalidad egipcia que un objeto extraño a la tierra venido de fuera ¿un meteorito? tenga éxito en un hipotético intento de hacer daño al todopoderoso dios solar Ra.Si leemos la leyenda mitológica que describe la vida de Ra, nos daremos cuenta de que no se hace otra cosa que cantar las victorias de este dios sobre sus enemigos en las tinieblas, especialmente la serpiente Apofis.
¿Qué clase de cuerpo celeste era aquel que derrotó al mismísimo y todopoderoso dios Ra?. También, la propia presentación de la serpiente ante el náufrago, haciendo el mismo estruendo que una tormenta, se aleja de la mentalidad religiosa egipcia: los dioses no se aparecían a los humanos, para contactar con ellos usaban a los sacerdotes como medio de comunicación. Curiosamente, este mismo matiz es también apreciado en otros documentos que reflejan la hipotética aparición de un objeto volador desconocido.
Otros investigadores han visto en El cuento del náufrago un relato velado de la colisión de una nave espacial en tierra. En este sentido, y siempre desde la óptica de esos autores, la figura de la serpiente representaría al único superviviente de los pasajeros que tripulaban dicha nave. Su aspecto dorado sería la descripción primitiva de una extraña clase de traje espacial que cubriría al insólito reptil.
Si bien no tenemos constancia alguna de la caída de meteoritos en el antiguo Egipto por el hallazgo de cráteres o algo similar, sí podemos presentar algunas pruebas que puedan indicarnos la dirección del trabajo en nuestra investigación.Contamos con varios descubrimientos arqueológicos de lingotes de hierro meteorítico, hallados en diferentes tumbas en época tan arcaica como el Imperio Antiguo, mil años antes de que el mineral de hierro apareciera en Egipto de manos de los hititas, con uno de los cuchillos descubiertos en la tumba de Tutankhamón.
Muy probablemente, los sacerdotes egipcios, viendo la procedencia estelar de estos meteoritos, pudieron llegar a pensar que se trataba de algún tipo de mensaje de los dioses o algo parecido, de suerte que guardaron los restos de la piedra, restringiendo su conocimiento y uso a los iniciados más avezados de los templos.
¿Utilizaron los antiguos egipcios el hierro meteorítico en vez del cobre como se ha venido diciendo hasta ahora, para labrar las piedras de una dureza extrema como la diorita o el granito?La presencia de meteoritos en los textos egipcios podría ser una prueba a su favor para encontrar, por fin, una solución lógica a tan esquivo problema....
Shemsu-hor y el Papiro de Turín:
Es conocido también como el Papiro de Turín y se trata de un mosaico compuesto por 160 trocitos de papiro que una vez ensamblados y traducidos nos ofrecen una inquietante pista sobre la identidad de los verdaderos fundadores de Egipto y la época en la que vivieron y entregaron a los hombres su sabiduría. Sus jeroglíficos son un canto a esa Edad de Oro que se intenta reconstruir en este curso. El documento en cuestión contiene un completo listado de los gobernantes predinásticos del país del Nilo, e incide en el tiempo que rigieron los `compañeros de Horus´ o Shemsu-Hor.
Horus de niño sobre reptiles y serpientes en las manos |
Un trozo del papiro cita:
Los Akhu, Shemsu-Hor, 13420 años; reinados antes de los Shemsu-Hor, 23. 00; total, 36620 años.
El término Akhu significa `brillantes´, `seres transfigurados´ o `espíritus astrales´. Indicando que para encontrar el origen de Egipto hay que mirar hacia las estrellas.
mosaico de todos los fragmentos encontrados del Canon Real de Turín.
Contrariamente a lo que sucedió en cualquier otra cultura del planeta, en el caso egipcio su período de máximo esplendor debemos situarlo en sus primeros momentos de existencia. Da la sensación que cuanto más retrocedamos en antigüedad hacia el origen del arte egipcio, más perfectos son sus resultados. Como si su época dorada se hubiera formado de golpe. Durante el primer siglo de trabajos del Imperio Antiguo, sólo para la construcción de las pirámides de Gizeh se movilizó más piedra que la empleada en los edificios del Imperio Nuevo, el período tardío y del período ptolemaico juntos. Ante este razonamiento, John Anthony West afirma que la civilización egipcia no fue un desarrollo, sino una herencia.
En el siglo III a. C., un sacerdote llamado Manetón escribió el libro Historia de Egipto dando respuesta a toda esta paradoja. El libro hace referencia a un origen de la cultura egipcia muy anterior a la unificación de las dos tierras bajo el faraón Menes.
Lo escrito por Manetón ha sido respaldado arqueológicamente y se ha demostrado exacta al compararlo con el Canon Real de Turín. Él distinguía tres grandes eras en Egipto: una primera en la que afirma que los Neteru (dioses) gobernaban el país durante 13900 años; una segunda regida por los Shemsu-Hor durante 11025 años, y una última gobernada a partir del aludido rey Menes. Los egiptólogos admiten que la lista de descendientes de Manetón es exacta, y que su orden coincide esencialmente con lo que hoy sabemos gracias a las excavaciones arqueológicas, pero inexplicablemente deciden ignorar los otros precedentes.
Bauval y West presentaron, además, otras pruebas que respaldaban los escritos de Manetón. Estas pruebas son los célebres documentos del Textos de las pirámides (hallados en monumentos de ese tipo de la V y VI dinastías) o en los menos conocidos Textos de la construcción, esculpidos a lo largo de los muros de los templos de Edfú y Dendera.
¿Podría ser que en ellos se encierre la pieza clave para entender quiénes fueron los verdaderos fundadores de Egipto?
El primer lugar en el que se grabaron los Textos de las Pirámides fue en los muros de la cámara sepulcral de la pirámide de Unis, el último faraón de la dinastía V de Egipto. Fueron denominados por lo egipcios "Perfectos son los lugares de Unis", y está compuesto por 228 declaraciones. Posteriormente se convirtió en práctica habitual inscribirlos en el interior de las pirámides de los faraones del Imperio Antiguo, llegando a 759 conjuros (compilados por R. Faulkner).
No es un relato o narración ordenada, sino extractos de teorías de la creación, fragmentos de las luchas entre Horus y Seth, de leyendas y, fundamentalmente, fórmulas para permitir al faraón la ascensión, resurrección e identificación del faraón con los dioses.
Hay una historia, sobre un libro sagrado compilado por el dios Toth, en Edfú, en el que se ubican ciertos montículos sagrados a lo largo del Nilo sobre los que se edificarán los templos clave de este pueblo.
Fueron `siete sabios´ o `compañeros de Horus´ los que fijaron estas ubicaciones en el principio del mundo o, como bien conocemos, en el `Tiempo Primero´. Según Bauval, la idea de los `siete sabios´ es universal: en babilonia se los reconocía como Apkallu y se creía que vivieron antes del diluvio; los vedas hablan también de siete Rishis, o sabios, que sobrevivieron a la inundación y recibieron el encargo de transmitir la sabiduría del mundo antiguo a la humanidad.
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